Luke Roberts, un músico de 26 años con un corte mohicano en su cabello rubio ceniza y de mentón disparejo, se sienta en una mesa llena de cables, piezas de repuesto y robots a medio armar. Detrás de él, se vislumbra un robot rojo y negro de tamaño humano con brazos de cuatro pies de largo y una pantalla gris como rostro. Estamos en el Centro de Robótica de la Universidad de Maryland, en College Park, a 35 minutos de Washington, D.C., donde Robert terminó su maestría. Este es el lugar donde las creaciones mecánicas de los estudiantes aprenden a caminar, a arrastrarse y hasta a volar.
A diferencia de los demás robots enormes que están en la sala, el de Roberts está compuesto por solo unas pocas barras de fibra de carbono de unas 30 pulgadas, un desorden de cables y sensores, y varios microchips. Pesa, aproximadamente, media libra. “El esqueleto es el que tiene todos los sistemas electrónicos”, explica, mientras señala el controlador de vuelo que traduce los comandos de un piloto humano en un código computarizado que activa el mecanismo de las alas y de otras piezas vitales. “Esta es la batería, y este es el cerebro”.
Con las bandas de goma que utiliza para atar las alas de tereftalato de polietileno (el material que se usa para hacer la película fina que tienen los globos de helio), nos demuestra cómo armar el robot. En un instante, la criatura toma forma, con un aspecto que nos hace pensar en un híbrido entre una libélula y un pterodáctilo. Sosteniéndolo en su brazo como un cazador medieval sostiene a su halcón, Roberts aprieta un botón en su control remoto y el “ave”, llamada Robo Raven, comienza a agitar sus alas. Después de examinarla para asegurarse de que ningún componente esté suelto, cree que ya está lista para hacer un vuelo de prueba. Luego le quita las alas y las guarda para transportar el conjunto al campo de aviación.
Por la mañana, Roberts llega al campo, rearma el Robo Raven y lo lanza al aire. Comienza a alejarse volando lentamente, y solo se escucha un aleteo tranquilo. El artefacto se ve tan real que los halcones locales atacaron y destruyeron diferentes versiones del robot en varias ocasiones. A diferencia de toda la demás maquinaria aérea construida por el hombre, es decir, las monstruosidades metálicas enormes y ruidosas que nada tienen que ver con la naturaleza, el ave de Roberts se integra al paisaje como un ser vivo más. No existe ningún aparato volador hecho por el hombre que haya logrado esta hazaña. Los helicópteros maniobran bien, pero resultan ineficientes porque utilizan combustible para elevarse y propulsarse. Los aviones son mejores en cuanto al uso energético porque se elevan gracias a sus alas, pero son más difíciles de maniobrar. Los cohetes tienen las mismas desventajas que los dos anteriores y, además, despegan con una explosión ensordecedora.
Los modernos microvehículos aéreos, más conocidos como drones, heredaron los mismos problemas que los helicópteros y los aviones. Impulsados por propulsores, algunos modelos consumen mucha energía y solo se mantienen en el aire durante un período corto de tiempo, que no suele superar los 30 minutos. No se adaptan bien a la turbulencia y una ráfaga de viento puede tumbarlos.
Los robots con alas, como Robo Raven y muchos otros conocidos como “aves robot” que se desarrollan en laboratorios de todo el mundo, son muy superiores a los aparatos voladores de uso excesivo de energía que existen hoy en día. Tienen varios usos: recolectar datos secretos de inteligencia, entregar paquetes en sitios difíciles de alcanzar, y realizar tareas de vigilancia aérea, por ejemplo, rastreando incendios forestales, cuyo control en el 2015 le costó al gobierno USD 2 mil millones. Cuando su aspecto se asimila al de las aves de rapiña, resultan útiles para alejar plagas avícolas de los aeropuertos, tierras de cultivo y vertederos. En 2011, en solo cinco estados (California, Michigan, Nueva York, Oregón y Washington), hubo aves que dañaron arándanos, cerezas, manzanas y uvas para vino por un valor total de USD 189 millones. En los vertederos, las aves interfieren con las operaciones diarias, y sus excrementos contienen patógenos que son peligrosos para los humanos y para el ganado. Cuando un ave es succionada dentro una turbina de avión, puede causar accidentes aéreos. Las aves robot prometen superar este tipo de problemas, lo que ahorraría dinero así como salvaría vidas humanas.
Desde la época de Leonardo da Vinci, que diseñó y, probablemente, probó un planeador, la gente ha intentado (y fallado al intentar) crear un dispositivo aéreo que se asimile a un ave. Y algunas cuestiones resultaban más complejas que otras. La principal ha sido siempre la misma: el peso. Los motores que podían generar la elevación suficiente y las computadoras capaces de imitar la habilidad de las aves de procesar una gran cantidad de información sensitiva eran demasiado pesados para volar. Recrear las alas de las aves, que consisten en docenas de huesos y músculos, requería partes móviles que debían ser pequeñas y ligeras pero lo suficientemente resistentes para soportar varias horas de vuelo.
Hoy en día, es posible superar estos desafíos a través del uso de sistemas electrónicos y procesadores informáticos diminutos, y la impresión en 3D que permitió construir piezas mecánicas muy complejas con diversos materiales compuestos. El asesor de Roberts, Satyandra K. Gupta, profesor de ingeniería mecánica de la Universidad de Maryland durante más de 17 años (hace poco aceptó un nuevo trabajo en la Universidad del Sur de California, en Los Ángeles), dice que los avances tecnológicos de la última década fueron de mucha ayuda para crear robots alados. “Ahora contamos con muchos motores, microcontroladores y otros elementos [electrónicos] miniatura”, explica Gupta. “Estas cosas solían ser demasiado grandes como para crear un prototipo volador”.
Pero esto no significa que crear aves robot sea fácil. Gupta, un hombre corpulento con destellos de gris en las sienes, fascinado por las aves desde su infancia en Mathura, cerca de Nueva Delhi, no recuerda cuántos Robo Ravens se estrellaron contra el pavimento durante los tres años y medio que sus estudiantes trabajaron en el robot. Desde el comienzo, el equipo lo diseñó para usar sus alas de forma independiente: igual que las aves reales. Para conseguirlo, el equipo activa cada ala con un motor diferente. “Es como tener dos músculos”, cuenta Roberts. “Se puede mover cada ala en un ángulo diferente y con distinta frecuencia”.
Gupta y sus estudiantes creen que sus Robo Ravens se utilizarán para recolectar información y en operaciones de búsqueda y rescate. Los robots podrían, por ejemplo, rodear con cautela un lugar donde se esconden tropas enemigas. O podrían cernerse sobre un área difícil de alcanzar, en busca de senderistas o alpinistas perdidos, gastando mucho menos dinero que en una búsqueda con helicóptero.
Aun así, las aves robot eventualmente se destruyen, sobre todo porque los científicos, en su búsqueda por mejorar sus modelos, los llevan al límite para probar su capacidad. “Si se construye un vehículo terrestre y algo se afloja, el móvil simplemente dejará de funcionar”, dice Gupta. “En este caso, si algo sale mal, el robot se estrella”.
Acompañando a Roberts en el vuelo de prueba temprano por la mañana se encuentran el profesor y otros dos estudiantes, John Gerdes y Alex Holness, además del interno Vishal Gupta, quienes despliegan varias generaciones de máquinas voladoras sobre la hierba húmeda de la Facultad de Agricultura, que les permite hacer volar sus aves robot con la condición de que se mantengan fuera de los huertos.
Cada ave de esta colección de cinco generaciones tiene sus propias características. El Robo Raven II tiene sensores que controlan su ascenso, descenso y la velocidad de las alas. El Raven III puede recargar parcialmente su batería en pleno vuelo, gracias a sus baterías solares: pequeños cuadrados negros pegados a sus alas de tereftalato de polietileno. El Generación IV vuela en piloto automático. El bebé de Roberts, el Robo Raven V, tiene características de autocontrol, al igual que las aves reales, para adaptarse a las distintas condiciones de vuelo, como el viento, lo que mejora su estabilidad. “[Las aves] aprovechan las distintas situaciones que acontecen”, explica. “Terminan bajando, volviendo a subir y cerniéndose otro poco. Y, eventualmente, agitan las alas”.
La capacidad de recargar la batería en pleno vuelo es única y muy valiosa a la hora de recolectar datos secretos de inteligencia porque, para ser realmente útiles, los robots deben poder mantenerse en el aire durante períodos de tiempo prolongados. “La ventaja de utilizar tecnología que produce energía, como la solar, es poder aprovechar estas plataformas por tiempo indefinido”, dice Hugh Bruck, un profesor de ingeniería mecánica de la Universidad de Maryland que trabaja con los estudiantes de Gupta. Para agregar los paneles solares fue necesario rediseñar el dispositivo, ya que endurecían las alas y afectaban la flexibilidad natural del tereftalato de polietileno, necesaria para agitar las alas. Aun así, valió la pena el esfuerzo. Y si bien los robots aún no pueden volar únicamente con energía solar, el equipo está interesado en paneles de alta eficiencia con la intención de eliminar por completo las baterías de litio en algún momento.
Otros científicos encuentran inspiración en la forma en la que las aves se posan y toman objetos. Justin Thomas, un estudiante de doctorado del laboratorio GRASP de la Universidad de Pensilvania, estudia robótica aérea, incluyendo la habilidad de atrapar objetos a alta velocidad. En 2011, su laboratorio diseñó un experimento donde un trío de cuadricópteros construyó una pequeña estructura con bloques para armar. Los cuadricópteros estaban programados para encontrar los bloques en el piso del laboratorios, levantarlos, llevarlos al área de construcción a pocos pies de distancia, y colocarlos uno encima del otro para formar una pequeña torre. Los bloques tenían marcadores retroreflectantes detectables a través de cámaras que hacían las veces de ojos para las máquinas (excepto porque no estaban ubicados en los cuadricópteros sino en distintas partes del cuarto para minimizar el peso del vuelo). El algoritmo de construcción se codificó en los “cerebros” de los cuadricópteros. Los drones consiguieron realizar la tarea, pero Thomas notó que tardaban mucho tiempo para posicionarse para lograr levantar los bloques. “Tenían que cernirse sobre el objeto, descender, cernirse un poco más, tomar el objeto y ascender”, explica; y era un proceso tan lento que a veces se les acababa la batería antes de completar el movimiento.
Por el contrario, Thomas basó su invención en un video que vio sobre un águila cabeza blanca, ya que descendía y atrapaba un pez saliendo del agua de forma muy rápida. “El águila lo hizo tan rápido, y con tanta elegancia y magnificencia”, cuenta Thomas, que lo inspiró para diseñar su robot con garras.
Atrapar objetos a alta velocidad (por ejemplo, intentar tomar un paquete al costado de la ruta desde la ventana de un automóvil acelerando) es difícil porque es necesario alinear la mano con el objeto sin perder el impulso, y luego agarrar el objeto con firmeza. Pero las aves de presa evolucionaron la forma de lograr esta hazaña: durante el momento de la captura, balancean sus patas hacia atrás para que sus garras se muevan más lento que su presa. Thomas y su equipo tomaron prestado ese truco. Construyeron un cuadricóptero con patas como las de un ave de rapiña, que se balancean hacia atrás cuando tiene que atrapar un objeto. Esto le permite tomar un paquete a 7 millas por hora, lo que en términos de capacidad humana equivale a intentar agarrar un objeto durante una vuelta en una montaña rusa.
Este tipo de robots con garras no necesitan que una persona los maneje. En vez de eso, una cámara remota (para minimizar el peso) le brinda la ubicación del objetivo, y el robot lo sobrevuela y lo atrapa en forma autónoma. El precio final del artefacto fue mayor porque el equipo compró un cuadricóptero prefabricado por unos USD 3.500 y luego gastó otros USD 100 para equiparlo con sujetadores similares a un par de garras. Aun así, debido a la naturaleza de la tarea que debían llevar a cabo (tomar un objeto de una ubicación dada), el robot tuvo bastante éxito.
Thomas sostiene que su criatura de garras puede tener muchas aplicaciones prácticas, desde asistencia en procesos policiales hasta usos a nivel ambiental. Por ejemplo, el robot podría zambullirse en un incendio forestal y ubicar sensores de temperatura o detectores de humo rápidamente, para indicarles a los bomberos hacia dónde se dirige el desastre. En el caso de derrames de petróleo, podría alcanzar las áreas afectadas más rápido que la mayoría de los barcos y sumergirse para tomar muestras que ayuden a evaluar la situación. Un robot con garras quizás no pueda volar dentro de un tornado, pero podría utilizar sus garras para posarse en un árbol que esté cerca del camino de la tormenta y brindar información valiosa a los meteorólogos. Y podría ser los ojos y oídos de la policía durante tiroteos o ataques terroristas. Equipados con micrófonos y cámaras, los robots con garras podrían ubicarse discretamente en árboles o edificios y obtener información sobre movimientos criminales.
Para hacer todo este tipo de cosas, el robot debería llevar una cámara incorporada, evitar obstáculos y tomar sus propias decisiones según la situación: como, por ejemplo, identificar el mejor lugar para sumergirse y colocar un sensor. La invención de Thomas aún no lo ha logrado, en parte debido a las limitaciones de peso y la potencia computacional. “Pero a medida que los procesadores informáticos se achican y se vuelven más poderosos”, dice, “también lo harán los cerebros de estos robots”.
Los robots no solo se construyen para actuar como aves reales, sino también para parecérseles. Por ejemplo, el “Robird”, diseñado como un proyecto de tesis del estudiante innovador Nico Nijenhuis, de los Países Bajos, es una réplica exacta de un halcón peregrino. En 2011, Nijenhuis, que en ese momento tenía 25 años y trabajaba como conductor de media jornada mientras realizaba sus estudios de física aplicada en la Universidad Técnica de Twente, se asoció con tres activistas de aves que diseñaron el prototipo inicial del Robird. El robot se veía más como un avión con alas de ave que como un ave en sí, pero Nijenhuis rápidamente reconoció que tenía un potencial práctico, como controlar plagas avícolas y hacer vigilancia aérea. “Dije, ‘esto es increíble’”, recuerda. “Hay tantas oportunidades. Deberíamos comenzar a trabajar para que sea un producto viable a nivel comercial”.
Pero había algunas cuestiones importantes de diseño que quedaban por resolver. Primero, debía representar una amenaza convincente, así que el robot tenía que lucir y moverse exactamente igual que un halcón. Si era demasiado ligero, el viento lo arrastraría y eso no se vería real. Si era demasiado pesado, no podría volar. Para conservar su aspecto, el sistema electrónico debía esconderse en el caparazón del robot, una cuestión compleja ya que la fibra de carbono obstruye el GPS y otras señales. Por fortuna, Nijenhuis encontró una empresa de impresión 3D que podía construir el caparazón de materiales compuestos (en este caso, de nylon mezclado con partículas de fibra de vidrio), lo cual le dio la flexibilidad ligera y la fuerza que necesitaba sin interferir con las señales. La cabeza del halcón se moldeó a partir de la del ave real, y también se imprimió en 3D. “Tomamos fotos de halcones reales y las pasamos a planos computarizados: así creamos la cabeza de nuestro modelo”, explica.
Al mismo tiempo, su equipo trabajó duro para imitar a la perfección el movimiento de las alas del halcón, tan complejo que sería imposible describirlo con fórmulas matemáticas. Haciendo prueba y error, vieron docenas de Robirds estallar en pedazos contra el suelo durante los tres años que duró el desarrollo final del modelo. “Fue increíblemente difícil crear al ave perfecta”, cuenta Nijenhuis. Recuerda que después de meses de intentar lograr un equilibrio en el movimiento, cuando al fin funcionó fue un momento único. “Sueltas al ave en el aire y vuela, vuela muy bien y hace todo lo que quieres que haga”, dice. “¡Casi nos hace llorar!”
La empresa de Nijenhuis, Clear Flight Solutions, hoy en día cuenta con una flota de 12 halcones peregrinos pintados a mano y dos águilas cabeza blanca que asisten a varios clientes. Los robots ahuyentan estorninos y cuervos de los cultivos de arándanos. En el vertedero de Twente, los Robirds redujeron la plaga de cuervos en un 70 %, y la de gaviotas en casi un 95 %. Hay tantos clientes que quieren contratar su Robird que Nijenhuis busca expandir su flota. “Estamos en el proceso de crear 10 unidades nuevas”, cuenta entusiasmado. “Vamos a tener más de 20 halcones en funcionamiento”.
Las aplicaciones y los modelos de las aves son bastante diversos, pero los científicos coinciden en que es muy difícil imitar el vuelo de un ave. “Por ejemplo, el movimiento de las alas de las aves es tan complejo que, hasta el momento, la ciencia moderna no ha logrado describirlo utilizando fórmulas ni ecuaciones matemáticas”, explica David Lentink, un ingeniero mecánico a cargo del laboratorio de diseño de ingeniería inspirada en la naturaleza de la Universidad de Stanford, en California. Esa es la razón principal por la cual se necesitan tantas pruebas, errores y destrucciones para construir un ave robot. Lentink está intentando resolver este problema. A través de los mecanismos que ha desarrollado para observar y medir la fuerza que las aves generan con sus alas cuando vuelan, Lentink espera entender cómo hacen los animales para elevarse y tomar impulso, cambiar su velocidad y dirección, y adaptarse a las ráfagas de viento. Quiere aprender lo máximo posible para entender cómo puede ayudar a los ingenieros a diseñar robots mejores. “Una vez que la parte matemática está cubierta”, dice, “construir una máquina voladora pequeña, segura, ágil y duradera resultará mucho más fácil”.
Y predice que esto sucederá en los próximos 10 a 20 años, en una era en la que los robots aéreos realistas ayudarán a los humanos, con regularidad, a lograr lo que deseen en sitios peligrosos o difíciles de alcanzar. Algunas preguntas del millón: ¿Podrán cohabitar las ciudades junto con nosotros? ¿Podrán entregar paquetes a los consumidores, o medicamentos recetados a los adultos mayores, atravesando la turbulencia habitual de los grandes edificios y evitando chocarse con árboles, aves y otros robots sin caer sobre nuestras cabezas?
Lentink cree que eso es el futuro. Los modelos aviares actuales quizás sean inseguros en espacios atestados, pero una vez que los ingenieros logren perfeccionarlos y los robots se muevan con la misma destreza que las aves, habrá menos choques. “¡A nadie le preocupa que las aves se choquen, y hay miles de millones de aves volando todos los días!”, dice. “Lo que es más importante:”, sostiene, “aprenderemos a utilizar robots voladores al igual que aprendimos a usar trenes, aviones y automóviles,
a pesar de que los primeros modelos de estos aparatos eran propensos a sufrir accidentes”. Los planificadores urbanos del futuro, al igual que otros antes que ellos, pueden diseñar ciudades que se adapten a los inventos innovadores que redimensionan el mundo en el que vivimos. Por ejemplo, generando corredores aéreos a través de los cuales puedan volar los robots.
Cuando le preguntamos si creía que, algún día, las máquinas aéreas entregarían paquetes de Amazon en las puertas de nuestras casas, la respuesta fue un “sí”, claro y decidido. “Pero no cualquier robot”, agrega. “¿Robots del tamaño de aves? ¡Claro que sí!”.