Nos despertamos antes del amanecer y nos vestimos como cazadores de patos, en una paleta de marrones, color crema y gris. El atuendo era un intento esperanzado de no ser vistos, incluso dentro de un escondite para observar, en nuestra peregrinación para presenciar la gran migración de grullas grises a lo largo del río Platte, en Nebraska. Fue un ritual de primavera, tanto humano como silvestre. Más de medio millón de grullas descienden a lo largo de este río serpenteante a través de pantanos y campos de maíz. Miles de visitantes vienen a observar.
Tom Mangelsen, el legendario fotógrafo de vida silvestre conocido por su impresión Imágenes de la Naturaleza, fue nuestro guía. Tom creció en las praderas de Nebraska; las grullas grises siempre han sido parte de su sistema climático. Ahora regresa cada año con las grullas y comparte este espectáculo con otros en el escondite de caza de patos que su familia tiene hace décadas a orillas del Platte.
Dejamos la cabaña de Mangelsen aproximadamente una hora antes del amanecer y nos escabullimos hacia la costa, apenas a 100 metros de distancia. No deseábamos molestar a las grullas que descansaban cerca, algunas en el banco de arena y otras paradas en el agua poco profunda. Tom tomó la delantera por el sendero marcado a través de sauces y pastizales húmedos con rocío. Lo seguimos en fila india, en silencio y atentos a los primeros sonidos del canto de las aves, tordos sargentos entre ellas.
Una vez dentro de la caja de madera, de aproximadamente cuatro pies de ancho y ocho de largo, cuatro de nosotros desempacamos nuestros equipos con cuidado; trípodes, binoculares, telescopios, cámaras, cuadernos y lápices, termos llenos de té caliente, y nos preparamos para instalarnos por el resto de la mañana. Tomamos nuestros lugares designados, cada uno con una porción amplia de la vista, justo cuando la primera línea de luz aparecía sobre el agua. Tom y los otros dos comenzaron a ubicar sus equipos rápidamente. Yo me senté. Las herramientas de un escritor no solo son simples, sino primitivas: un palo de plomo afilado y piezas de papel encuadernado, lo suficientemente pequeños como para entrar en el bolsillo trasero.
El olor húmedo dentro del escondite –almizclado y aceitado, como pescado seco mezclado con repelente para mosquitos– me recordó a los escondites de observación de aves en el Refugio de Aves Migratorias de Bear River cuando era estudiante de ornitología en la universidad. Los escondites en los que me senté al amanecer y al atardecer también estaban diseñados para cazadores de patos, al igual que muchas de las estructuras que hoy en día salpican nuestros santuarios, refugios y parques, mezclándose con el paisaje y tan naturales como un conjunto de sauces. Eran pequeños, de cinco pies por cinco pies, camuflados con espadañas y totoras. Algunos estaban hechos de hormigón, otros eran simplemente una plataforma hecha de contrachapado al ras del agua; algunos ofrecían un banco o sillas para sentarse, mientras que los más simples requerían que uno estuviera en cuclillas o sentado en el piso, o diera vuelta un barril de cinco galones para improvisar un asiento. Cuando los patos sobrevolaban la zona, uno saltaba y salía disparado. O en mi caso, se ponía de pie y apuntaba una cámara o levantaba un par de binoculares.
Me parece que observar desde un escondite es de voyerista, similar a espiar a los vecinos a través de las ventanas mientras nuestras luces están apagadas; no nos pueden ver, pero nosotros podemos verlos. La intimidad que se siente no se gana, porque no es compartida. Es diferente que cuando me paro al borde del pantano, inmóvil como una garza, y cuando se acerca una garza ceniza se queda porque no me percibe como una amenaza. Aun así, el beneficio de un escondite es más que la invisibilidad, también tiene que ver con la comodidad. Es más cálido adentro que afuera, especialmente en climas más apropiados para observar aves acuáticas: nublado con vientos al borde de la lluvia, cuando las aves vuelan rápida y furiosamente en todas las direcciones, en busca de refugio. En un día sofocante de verano, aves cantoras, zancudas y acuáticas se acomodan entre espadañas, en pastizales o en pequeños estanques protegidos, difíciles de encontrar y de ver. Un escondite proporciona protección cuando uno tiene paciencia.
En ese escondite en el río Platte, la creciente luz dirigió mi atención a lo que tomaba forma frente a mí: las siluetas envueltas de grullas grises, multitudes, paradas estoicamente en aguas poco profundas como un pergamino chino de aves altas y esculturales.
Y luego, en una ráfaga y cacofonía de sonido, primitivos y singulares, los gritos guturales de las grullas destrozaron la oscuridad como lo salvaje mismo, con cientos de miles de aves que levantaban el paisaje con sus alas. Todo estaba en movimiento: el agua, las hierbas, los campos de maíz, el cielo. Bandadas tras bandadas de grullas elevándose desde el río, más y más alto, volando sobre el Platte en todas las direcciones. Algunas de las aves se cruzaban entre sí como hebras largas y onduladas de caligrafía, escribiéndose sobre las páginas de un cielo en pasteles. Las alas alargadas de las grullas grises con sus plumas extendidas son el último grito de esperanza contra la presión de la modernidad. Su regreso es nuestra garantía de que el mundo todavía es apto para la belleza. Nueve millones de años de perfección residen en los huesos de estas aves que son testigos de la sabiduría de la evolución en su gracia adaptativa. Generación tras generación, el recuerdo de grullas aterrizando en la parte central de los Estados Unidos para alimentarse y aparearse en las orillas del río Platte permite que su historia continúe.
Soy la pupila del escondite, un ojo entrecerrado que busca entendimiento más allá de mi propia especie. Las grullas lentamente regresan a la Tierra, descendiendo como ángeles, solo para elevarse y caer y elevarse nuevamente en el juego amoroso de los amantes, saltando y haciendo reverencia al conocimiento incorporado de que el futuro depende de cada gesto otorgado al otro. En uno de los bailes más antiguos del planeta; el tipo de dominio que solo puede ser perfeccionado por nueve millones de años de evolución; nosotros también no elevamos a un estado iluminado del ser por haber sido testigos de la continua naturaleza de la gracia.
Estábamos cerca de las aves, lo suficientemente cerca para ser tocados por la majestuosidad de estos ancianos de plumas grises erguidos en la pradera con sus picos apuntando hacia arriba mientras bailan y se hacían reverencias unos a otros. A través de la ventana abierta del escondite, encuadrando y concentrando nuestra atención, vimos cómo se ve el amor bajo la brillante luz del hogar.
Reporteo adicional para las fotoleyendas fue realizado por Meghan Bartels y Rashmi Shivni.