María de los Angeles Azuara no pudo contener las lágrimas cuando escuchó a dos docenas de niños cantando en una pequeña escuela en el estado mexicano de Chiapas. Guiados por su profesor de música, los estudiantes de primaria interpretaron una canción que habían adaptado sobre un nuevo amigo, un joven chipe de cachetes dorados que vivía en las mismas montañas que ellos. Él los conectaba, cantaban, con “el único mundo que puede cubrirnos / el mundo en el que vivimos”.
Los niños de la comunidad maya tsotsil cantaban en español—su segunda lengua. Era 2015 y solo habían pasado unos cuantos meses desde que Azuara y sus colegas habían empezado a trabajar con 28 profesores de algunas escuelas indígenas de Chiapas. Su trabajo como coordinadora del programa de educación ambiental de la ONG Pronatura Sur, era convencer a los maestros para que incluyeran en sus clases un libro infantil llamado La Historia de Chipilo Crisopario.
El libro hace parte de los esfuerzos de Pronatura para preservar los bosques de pino encino, el singular hábitat que se extiende a lo largo de las montañas de Chiapas y alcanza Guatemala, Honduras, y algunas zonas de El Salvador y Nicaragua. Allí, los amenazados chipes de cachetes dorados pasan el invierno. Azuara estaba emocionada cuando escuchó la canción inspirada por el libro. “Yo creo mucho en los cuentos como una herramienta poderosísima para el cambio”, dice. Chipilo le ha demostrado que esa creencia puede ser cierta.
El libro se ha convertido en una pieza clave del programa de educación ambiental de Pronatura, una herramienta divertida para promover la ética de la conservación en los niños, con la esperanza de que ello los llevará a preocuparse y proteger el mundo natural a lo largo de sus vidas. El libro ya ha alcanzado a 3.000 niños, la mayoría en Chiapas, muchos de los cuales pertenecen a comunidades tsotsil. El chipe de cachetes dorados no tiene un significado cultural para la comunidad, pero hay paralelos: Así como la situación de los pájaros cantores en peligro de extinción ha sido descuidada por mucho tiempo, también lo ha sido su lengua. En 2018 Pronatura hizo traducir el libro y las lecciones que lo acompañan al tsotsil. La traducción es solo una pequeña parte de un creciente esfuerzo para dignificar las más de 68 lenguas indígenas de México, que a su vez están divididas en 364 variantes lingüísticas
En México, como en la mayoría de países latinoamericanos, las lenguas europeas son “lenguas de poder”—habitan calles, juzgados, hospitales y escuelas, dice la antropóloga lingüista Margarita Martínez Pérez, estudiosa y hablante nativa del tsotsil. Las lenguas indígenas han sido vistas como inferiores y, en consecuencia, relegadas a los espacios privados. Pero en años recientes, han empezado a filtrarse hacia los espacios públicos. En la última década, el tsotsil ha comenzado a aparecer en avisos callejeros, redes sociales y en canciones de rock, comics, poemas y novelas. “Este es solo el comienzo”, dice Martínez. “El libro de Chipilo es un pequeño brote de lo que está por venir”.
L
a historia de Chipilo comienza en 2003, el mismo año en el que las lenguas indígenas fueron reconocidas oficialmente en México, gracias a la lucha que por años dieron comunidades como el Movimiento Zapatista de Chiapas. Ese año, Pronatura contrató a dos jóvenes biólogos, José Arturo García Domínguez y José Raúl Vázquez, para monitorear la llegada de los chipes de cachetes dorados que viajan desde el centro de Texas a los bosques de pino en los Altos de Chiapas. Como ellos, en esos bosques templados encuentran refugio más de 300 especies de aves, de las cuales 55 son migratorias.
En ese entonces, la distribución de los chipes en su hábitat de invierno apenas estaba siendo mapeada, explica Claudia Macías Caballero, subdirectora de conservación de Pronatura. Los avistamientos eran dispersos, y nadie conocía en detalle el comportamiento de las aves durante la temporada. García y Vázquez tenían la tarea de buscar al ave en 10 localidades y, una vez localizadas, debían perseguir las parvadas mixtas en las cuales viajan los chipes. Durante cinco meses, el dúo se despertó a las 4 a.m., listo para observar aves antes de que los primeros rayos del sol bañaran las copas de los árboles. “Hacía tanto frío que no querías sacar las manos de la chaqueta para agarrar los binoculares y empezar a mirar”, recuerda Vázquez.
Empezaron su recorrido en el centro de Chiapas, en donde sufrieron para encontrar a sus pequeños objetivos. La escasez podía explicarse fácilmente: los densos bosques que requieren los chipes para alimentarse y descansar se han transformado en desiertos parajes, talados intensamente por industrias madereras y por las comunidades indígenas de la región para cocinar y construir sus hogares. Los incendios no regulados, la tala y el despeje de tierras para el desarrollo agrícola han precipitado el declive del ave en toda su zona de distribución. Al ritmo actual de deforestación, los bosques que aún existen podrían desaparecer en 45 años.
La suerte de los jóvenes biólogos cambió cuando se dirigieron hacia el norte del estado. A medida que se acercaban a un pequeño pueblo llamado Coapilla, notaron que una espesa mancha verde cubría las colinas circundantes. Hablando con la gente del pueblo, mestizos e indígenas Zoque, aprendieron que la comunidad priorizaba el uso sostenible de su bosque, y que restringía la agricultura al ejido—tierras comunitarias manejadas de acuerdo a las tradiciones indígenas. Como resultado, el paisaje albergaba una abundante vida silvestre. En una semana hicieron 10 de los 40 avistamientos que registraron esa temporada, recuerda García.
Cerca a Coapilla, los cantos de los pájaros inundaban el bosque, y fue allí donde García vio por primera vez al mítico quetzal. El estado del bosque le impresionó tanto que, después de seguir aves durante toda la mañana, una tarde comenzó a escribir la historia de la migración de un chipe de cachetes dorados. Llamó al ave Chipilo Crisopario, un guiño al nombre común de la especie en español (chipe) y a su nombre científico (Setophaga chrysoparia). Le pidió ilustrar el libro a Vázquez, quien dibujaba y tallaba pájaros en madera. La historia relata el viaje del joven pájaro en su migración hacia el sur. En su travesía sobrevive a un incendio causado por seres humanos, es salvado por una vieja buitre llamada Aurelia Gordillo de la Carroña, quien lo ayuda a llegar hasta los bosques de Coapilla, donde Chipilo se reencuentra con viejos amigos y hace algunos nuevos, incluyendo a una resplandeciente quetzal.
Unos meses más tarde, en marzo de 2004, los biólogos le presentaron el primer borrador del texto y las doce ilustraciones en acrílico a Macías. Dos años después, con el apoyo financiero de The Nature Conservancy, el Servicio para la Vida Silvestre y la Pesca de los Estados Unidos, el Departamento de Defensa del mismo país y el Gobierno de Chiapas, Pronatura imprimió 5.000 copias del cuento de Chipilo. La mayoría fueron enviados a bibliotecas escolares y a organizaciones de educación ambiental en los cinco países donde los chipes de cachetes dorados pasan el invierno.
A pesar de que el libro estaba disponible, no había garantía de que los niños lo leerían. En 2012, inspirado por una traducción al inglés que profesores en Texas empezaron a usar en sus aulas de clases un año antes, el equipo de Pronatura creó sus propias lecciones para acompañar la enseñanza del libro. Las lecciones incluyen temas como naturaleza y seres vivos, las casas de las aves, las aves y el cambio climático. Luego, el equipo entrenó a ocho maestros y maestras de tres estados mexicanos (Oaxaca, Chiapas y Guerrero) para que incluyeran el libro en sus planes de estudio. Un año más tarde, Pronatura entrenó a 28 maestros más. Para 2017, ya habían formado a 66 maestros de 40 escuelas, la mitad de ellas ubicadas en comunidades indígenas de Chiapas
Llevar Chipilo al salón de clases ha sido todo un reto, dice el maestro Mario Alberto Pérez Ruiz, hablante nativo del tsotsil. Chiapas es el estado más pobre de México —el 76% de su población vive en la pobreza— y algunos de sus colegas trabajan en escuelas en las que faltan herramientas básicas de trabajo como papel, tijeras y lápices de color. Recientemente, Pérez ha trabajado para introducir las lecciones de Chipilo en el currículum de la escuela cerca a San Cristóbal de las Casas en la cual trabaja. Sin embargo, fue en 2015 cuando comenzó a enseñar usando a Chipilo. En ese entonces, era uno de los dos maestros en la escuela de Pueblo de Israel, una pequeña comunidad Tsotsil de 200 habitantes. Allí, sus estudiantes de cuarto, quinto y sexto grado construyeron nidos de papel y aprendieron geografía siguiendo la ruta migratoria del ave. En otras escuelas, los estudiantes crearon programas de radio en los que narraban los peligros a los cuales se enfrentan aves como Chipilo; en otras, los niños escribieron y cantaron canciones como la que hizo llorar a Azuara; y en una más plantaron jardines de especies nativas en terrenos escolares.
A
pesar de su éxito, Macías y sus colegas en Pronatura sentían que podían hacer más. El libro, aunque escrito en español, estaba siendo difundido en escuelas bilingües y biculturales, cuyo propósito específico es fortalecer las lenguas indígenas en México. Sin embargo, dice Martínez, las escuelas no cumplen esa promesa. “Son una broma”, agrega. La antropóloga lingüista explica que la Secretaría de Educación Pública no hace un esfuerzo por ubicar a los maestros bilingües en escuelas en donde los estudiantes hablen la misma lengua indígena que ellos dominan. Y es que si bien los cientos de variantes de lenguas indígenas en México tienen su origen en el maya antiguo, son tan diferentes entre ellas como el español del italiano o el francés. Así, un maestro que habla tsotsil puede terminar en una escuela en donde sus estudiantes hablan tojolabal. Como resultado, en el aula, estudiantes y maestros recurren a su idioma en común: el español.
En 2018, Pronatura contactó al escritor Juan Benito de la Torre López, cuya lengua madre es el tsotsil. Durante cuatro meses, De la Torre y su hija Ana Guadalupe de la Torre Sánchez tradujeron el cuento infantil al tsotsil. Algunas palabras fueron sencillas—el tsotsil ya tenía un nombre para el chipe de cachetes dorados, ’anal ton sat Chipe. Pero en otros casos, tuvieron que empezar de cero. “Fue un trabajo muy divertido y muy laborioso”, dice el traductor. “Tuvimos que encontrar palabras nuevas para algunos conceptos”. En tsotsil solo existen dos estaciones: Vo’t, el tiempo de lluvia (de abril a octubre), y Korixmatik, el tiempo de cuaresma (de octubre a marzo). Por ello, los De la Torre tuvieron que crear nombres para las cuatro estaciones que menciona el libro: la primavera es Chk’&Բ;exp’uj yanal te’, el tiempo en el que empiezan enverdecer todos los cerros; el verano es Ch-och vo’t, cuando entra la temporada de lluvia; el otoño es Chlok’ vo’t, cuando se va la estación de lluvias; y el invierno es Yora siktik, el tiempo más frío.
Cuando la traducción, Slo’il xch’iel Chipilo Crisopario, estuvo lista a finales de 2018, de inmediato se topó con un obstáculo. “Los maestros no querían leer el cuento en frente de los niños”, dice Azuara. “Les daba pena equivocarse en la lectura”. Esta inseguridad puede explicarse, en parte, por las políticas racistas que relegaron al tsotsil y otras lenguas mayas a espacios privados. Los más de 500.000 hablantes del tsotsil han mantenido la lengua viva hablando con sus familias y amigos, pero no existe una tradición escrita de la misma, dice Martínez. Fue solo a finales de la década de los noventas cuando profesionales hablantes del tsotsil establecieron la norma de escritura de la lengua usando el alfabeto latino. Hoy, muchos hablantes no saben cómo leerla, o cómo leerla de manera fluida. Para sortear el obstáculo, y aconsejada por especialistas en educación bilingüe, Azuara decidió grabar un audiolibro. “Así, los maestros no se sienten inseguros en el salón de clases”, dice.
A principios de 2019, Azuara convenció a Floriana de la Torre, la hija mayor del traductor, para que se grabara a sí misma leyendo la versión del cuento en Tsotsil. Aunque la grabación está lista desde agosto, la pandemia de COVID-19 ha frenado su difusión: las escuelas están cerradas y para la mayoría de estudiantes tsotsil las clases virtuales no son una opción. Apenas el 61 por ciento de los municipios tsotsil tienen acceso a internet, y de ellos, solamente el 22 por ciento tienen acceso a una red 4G (la tecnología necesaria para hacer llamadas grupales exitosas, por ejemplo), de acuerdo con cifras del gobierno mexicano.
Por eso, Azuara y Macías están explorando otras rutas para llevar a Chipilo a los estudiantes indígenas de Chiapas y más allá. Han considerado entregar el audiolibros a los maestros en USBs, y han compartido las grabaciones a través de redes sociales. Han discutido la posibilidad de que emisoras comunitarias tsotsil difundan el audiolibro. Un día, esperan poder traducir el cuento a otras lenguas de las comunidades mayas que habitan en el resto del hábitat de invierno de los chipes de cachetes dorados. En los próximos años, la historia de un diminuto chipe podría expandirse a lo largo de las 10.319 millas cuadradas (poco más de dos millones y medio de hectáreas) de su hábitat forestal, enseñándole a los niños sobre la importancia de salvar el ecosistema mientras eleva sus lenguas nativas. “Este pajarito es increíble”, dice Azuara. “Nos ha hecho volar”.